domingo, 27 de noviembre de 2016

Golpes de efecto

La vida de Catalina había estado llena de golpes.

Los golpes que en sus primeros años de vida le habían dado su madre y sobre todo su abuela Bernarda para corregirla cuando no se comportaba como correspondía a una señorita educada.

Los golpes que en la plaza le daban los niños de su barrio. Cuando preguntaba en casa le decían que “eso es lo que te hacen los niños cuando les gustas. Deberías sentirte halagada”. Ella solo se sentía dolorida.

Los golpes con los que una panda de hombres la empujaron hacia un callejón oscuro cuando tenía solo dieciséis años.

Los golpes con los que un chico, vestido con camisa blanca y con su pelo moreno escrupulosamente peinado con raya al lado, espantó a la panda de maleantes poniéndola a salvo como un príncipe de cuento.

Los golpes que el asiento de la Vespa Primavera T3 de 75cc, en la que montaba como una amazona, le daba al correr por los caminos de tierra y los campos donde se escapaba a despeinar aquella raya perfecta y morena. Dentro de lo que para una mujer se consideraba decente.

Los golpes que daba su padre sobre el cristal de la mesa del salón, con sus dedos gordos y callosos, mientras se rascaba la papada, planteándose si aquel chico moreno era lo bastante bueno para su Catalina.

Los golpes que se dio en el cogote contra el cabecero de la cama en su noche de bodas cuando su marido recién estrenado la estrenó a ella también, dejándola flotando en su nube de amor ebrio por la pasión y el champagne de convite.

Los golpes de su hijo dentro de ella. Los demás los llamaban pataditas. Ella los sentía caricias.

Los golpes que su marido les daba a las paredes, a los marcos de las puertas, a los bonitos muebles que había heredado de la casa de su madre, cuando tuvo que cerrar su negocio, el sueño de su vida.

Los golpes que ese mismo hombre se daba a las cinco de la mañana un día entre semana, tratando de encontrar la cama a través de la patina etílica que cubría sus ojos como unas malas cataratas.

Los golpes que la dejaron muda de sorpresa cuando los sintió sobre su piel por primera vez. Un temblor sordo que la recorrió desde la mejilla donde empezaba hasta el cerebro, incapaz de procesarlo. Incapaz de asimilar su origen. No podía haber sido él.

Los golpes que empezaron a ser rutina, que cada día la acosaban cada vez por un motivo.

Los golpes porque le habían dado el puesto a otro.

Los golpes porque su hijo tenía la casa desordenada.

Los golpes porque había mirado a otro como no debía.

Los golpes porque la vida era dura.

Los golpes porque la comida estaba sosa.

Los golpes porque “Por favor cariño hoy no. Lo siento de verdad. Perdona. Por favor.” dicho entre sollozos no era una respuesta válida a una erección.

Los golpes que sonaban atronadores en sus oídos cada vez que pulsaba una de las tres teclas que le abrían las puertas a la salvación. A abandonar el miedo. Cero (Retumbar) Uno (Congoja) Seis (Por favor).

Los golpes que no alcanzaban a aterrizar en su carne cuando los agentes se lo llevaban agarrado de los hombros mientras le gritaba y la amenazaba con acabar con su vida.

Los golpes que cada noche sentía en su pecho mientras miraba a la puerta aterrada, temiendo verla abrirse y entrar por ella al objeto de sus pesadillas blandiendo un brillo acerado hacia ella y su hijo.

Los golpes. Los gloriosos golpes que le parecieron irreales. Que retumbaron por toda la sala cuando el mazo del juez impactó contra la mesa, dictando sentencia.

Los golpes suaves y reconfortantes de su familia al salir por la puerta del juzgado, felicitándola por el inicio de su nueva vida, por ser de las que se salvan y no un numero mas en el triste contador que era portada en los diarios de vez en cuando.

Los golpes de los dientes de las esposas al cerrarse alrededor de unas muñecas condenadas. Golpes que privaban de libertad a un culpable y se la daban a una inocente. Unos golpes de salvación en una vida llena de golpes. La de una mujer llamada Catalina.

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