La vida de Catalina había estado
llena de golpes.
Los golpes que en sus primeros
años de vida le habían dado su madre y sobre todo su abuela Bernarda para
corregirla cuando no se comportaba como correspondía a una señorita educada.
Los golpes que en la plaza le
daban los niños de su barrio. Cuando preguntaba en casa le decían que “eso es
lo que te hacen los niños cuando les gustas. Deberías sentirte halagada”. Ella
solo se sentía dolorida.
Los golpes con los que una panda
de hombres la empujaron hacia un callejón oscuro cuando tenía solo dieciséis
años.
Los golpes con los que un chico,
vestido con camisa blanca y con su pelo moreno escrupulosamente peinado con
raya al lado, espantó a la panda de maleantes poniéndola a salvo como un
príncipe de cuento.
Los golpes que el asiento de la
Vespa Primavera T3 de 75cc, en la que montaba como una amazona, le daba al
correr por los caminos de tierra y los campos donde se escapaba a despeinar
aquella raya perfecta y morena. Dentro de lo que para una mujer se consideraba decente.
Los golpes que daba su padre
sobre el cristal de la mesa del salón, con sus dedos gordos y callosos,
mientras se rascaba la papada, planteándose si aquel chico moreno era lo
bastante bueno para su Catalina.
Los golpes que se dio en el
cogote contra el cabecero de la cama en su noche de bodas cuando su marido
recién estrenado la estrenó a ella también, dejándola flotando en su nube de
amor ebrio por la pasión y el champagne de convite.
Los golpes de su hijo dentro de
ella. Los demás los llamaban pataditas. Ella los sentía caricias.
Los golpes que su marido les daba
a las paredes, a los marcos de las puertas, a los bonitos muebles que había
heredado de la casa de su madre, cuando tuvo que cerrar su negocio, el sueño de
su vida.
Los golpes que ese mismo hombre
se daba a las cinco de la mañana un día entre semana, tratando de encontrar la
cama a través de la patina etílica que cubría sus ojos como unas malas
cataratas.
Los golpes que la dejaron muda de
sorpresa cuando los sintió sobre su piel por primera vez. Un temblor sordo que
la recorrió desde la mejilla donde empezaba hasta el cerebro, incapaz de
procesarlo. Incapaz de asimilar su origen. No podía haber sido él.
Los golpes que empezaron a ser
rutina, que cada día la acosaban cada vez por un motivo.
Los golpes porque le habían dado
el puesto a otro.
Los golpes porque su hijo tenía
la casa desordenada.
Los golpes porque había mirado a
otro como no debía.
Los golpes porque la vida era
dura.
Los golpes porque la comida
estaba sosa.
Los golpes porque “Por favor
cariño hoy no. Lo siento de verdad. Perdona. Por favor.” dicho entre sollozos
no era una respuesta válida a una erección.
Los golpes que sonaban
atronadores en sus oídos cada vez que pulsaba una de las tres teclas que le abrían
las puertas a la salvación. A abandonar el miedo. Cero (Retumbar) Uno (Congoja)
Seis (Por favor).
Los golpes que no alcanzaban a
aterrizar en su carne cuando los agentes se lo llevaban agarrado de los hombros
mientras le gritaba y la amenazaba con acabar con su vida.
Los golpes que cada noche sentía
en su pecho mientras miraba a la puerta aterrada, temiendo verla abrirse y
entrar por ella al objeto de sus pesadillas blandiendo un brillo acerado hacia
ella y su hijo.
Los golpes. Los gloriosos golpes
que le parecieron irreales. Que retumbaron por toda la sala cuando el mazo del
juez impactó contra la mesa, dictando sentencia.
Los golpes suaves y
reconfortantes de su familia al salir por la puerta del juzgado, felicitándola
por el inicio de su nueva vida, por ser de las que se salvan y no un numero mas
en el triste contador que era portada en los diarios de vez en cuando.
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